La invitación de este mes del papa dice así: “Las puertas de nuestras parroquias siempre están abiertas. Pidamos para que sigan así al servicio de los demás y de la transmisión de la fe- Las parroquias tienen que estar en contacto con los hogares, con la vida de la gente, con la vida del pueblo. Tienen que ser casas donde la puerta esté siempre abierta para salir hacia los demás. Y es importante que la salida siga una clara propuesta de fe. Se trata de abrir las puertas y dejar que Jesús salga afuera con toda la alegría de su mensaje. Pidamos por nuestras parroquias, para que no sean oficinas funcionales, sino que, animadas por un espíritu misionero, sean lugares de transmisión de la fe y testimonio de la caridad”.
Esta invitación a la oración por las parroquias me recordó una reflexión que Raquel y yo realizamos durante algunas etapas del Camino.
El verano que comenzamos el Camino de Santiago, José María, monje cisterciense y nuestro acompañante espiritual, se encontraba enfermo de cáncer. Residía en las islas Canarias y estábamos dispuestos a pasar las vacaciones visitándole, quizás intuíamos que le quedaba poco tiempo de vida, pero por distintas circunstancias, al final no fue posible.
Comenzamos el camino en septiembre y etapa tras etapa nos encontramos con la mayoría de las iglesias cerradas, solamente en los pueblos grandes algunas estaban abiertas. Fue una cosa que nos dio pena y nos sorprendió, pues cuando llegábamos a un pueblo nos hubiera gustado entrar en la Iglesia y rezar un poco.
Preguntamos cuál era el motivo, y nos dijeron que solamente en verano las mantenían abiertas, por orden del obispado, pero que luego no había nadie para cuidarlas y las cerraban, solamente se abrían para las celebraciones dominicales. Como en tantos y tantos sitios…
Al cuarto día de camino, nos llegó la noticia de la muerte de nuestro amigo José María; la noticia nos cogió en una cuesta empinada y nos dejó clavados, lo comentamos y el silencio se apoderó de los dos; el resto del camino fueron las lágrimas nuestras compañeras.
Tras el tiempo de silencio, comenzamos a dialogar y vimos en este suceso el último mensaje de nuestro amigo “Juan, te quiero en el camino, Él os quiere en el camino…”
Las Iglesias cerradas cobraron un significado nuevo y comenzaron a decirnos: “Dios está en los caminos, ese es el lugar del diácono permanente, encontrarse con Dios en el camino, caminar entre la gente, acompañar, escuchar, dialogar, sanar…”.
En el camino se pueden vivenciar muchas experiencias, se ven muchas actitudes. El grupo alegre que camina junto; el hombre o la mujer que caminan solos, unas veces con la sonrisa en la cara, otras veces en silencio; el que sufre porque va herido, en el cuerpo o en el alma.
Puedes encontrarte con el que lo hace por deporte, el que lo hace por reto personal, el que lo hace para pasar las vacaciones, el que lo hace por motivos religiosos; miles son los sentidos del camino. Como en la vida, el camino muestra la disparidad de gente y de intereses.
También ves el que sufre, el que pasa a tu lado llorando, o apoyado en su compañera con una ostensible cojera.
Peregrinos que te ofrecen ayuda, que te sonríen y te desean “buen camino”.
Gentes de todas las partes del mundo….
El diácono permanente está llamado a vivir en la realidad, en el día a día de la gente que camina por los senderos de la vida; lejos del paraguas calentito del templo y sus despachos.
Jesús se lanzó a los caminos, recorrió Israel de arriba abajo; en los caminos se encontró con la gente que le necesitaba, no los esperaba en un despacho; Él salía a buscarlos por las cunetas, donde encontró a la gente tirada, a la que no contaba. En los caminos fue cumpliendo la misión que el Padre le había encomendado.
Los diáconos permanentes sienten la invitación a lanzarse al camino, pues es la única manera de llegar a las periferias.
Pero de vez en cuando encontrábamos una iglesia abierta, a veces una ermita; entonces entrábamos y, dejando la mochila y los bastones en la entrada, nos sentábamos en un banco y en silencio hablábamos con el Padre y recogíamos fuerzas para continuar en el camino.
No estaban todas cerradas, alguna al menos abría y en ellas encontrábamos la intimidad que el camino no te da, y podíamos orar, recogernos con el Padre y con la Madre. Y el camino, luego, nos daba el sentido del tiempo de intimidad.
Como dice el papa Francisco “Tienen que ser casas donde la puerta esté siempre abierta para salir hacia los demás”.
Juan y Raquel, peregrinos del camino de Santiago